lunes, 5 de marzo de 2012

Sobre comienzos y finales de novelas.


Toda novela tiene un principio y un final. Ojalá no los tuvieran.

Habría muchos más novelistas; algunos podríamos soñar con intentar serlo. Pero tener que dar vida, un primer aliento a una obra, y saber cómo debe expirar... es algo tan difícil que sólo unos pocos pueden conseguirlo.

Sobre los comienzos

Hay obras cuyo comienzo nos lo sabemos de memoria, y esto puede provocar que, por tantas veces repetida, su sonoridad y cadencia pierda fuerza. Así, la gran novela en castellano empieza con estas misteriosas palabras... 

"En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, (...)"

No es mal comienzo, creo yo. Cumple con la obligación de todo alumbramiento: apetece seguir leyendo. Una frase más al menos. Unas líneas, que acabarán siendo miles. A menudo, las cosas son así de simples; se trata de embaucar al lector. De atraparlo.

Esto de saber empezar una novela tiene un algo de técnica y un mucho de instinto. Hay maestros capaces de conjurar palabras, pocas, y construir frases de una belleza plácida y honda. El gran escritor Gabriel García Márquez comienza su novela "Cien Años de Soledad" con una oración en la que conviven pasado, presente y futuro. En esta obra, el tiempo será protagonista; ya lo es en la primera (y famosa) frase: 

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo."


Por cierto, este recurso de anunciar una muerte lo ejerce García Márquez de nuevo en "Crónica de una muerte anunciada": 

"El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo."

Y no será el único. En una obra menor de temática templaria (y muy recomendable, por distraída y bien documentada) del historiador Juan Eslava Galán, "Los templarios y la mesa de Salomón" (firmada con el pseudónimo Nicholas Wilcox), el comienzo es muy parecido (cito de memoria): "El hombre que va a morir(…)". 


 Hay inicios demoledores. Kafka no ofrece respiro en su "Metamorfosis", y con sólo una veintena de palabras casi construye una novela en sí misma:

"Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto".

Es una frase completa, sujeto, verbo y predicado, rematada por un punto. Pero es intensa, y transmite una urgencia y un frío distanciamiento que nos acompañarán el resto de la novela. Porque los comienzos reflejan las intenciones y la atmósfera que impregnarán las miles de palabras que nos aguardan. Salinger nos ofrece un ejemplo excelente en "El guardián entre el centeno": 

"Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada"  

"Si de verdad les interesa lo que voy a contarles...". Hay una dejadez y una espontaneidad rebelde, adolescente, fresca. "Puñetas estilo David Copperfield..."; el sagrado Dickens menospreciado en las primeras líneas. Soberbio. 

Se puede ahondar incluso más. Se puede definir a un monstruo con un inicio de sólo diez palabras. Todo un manual de psiquiatría comprimido en menos de una línea. Albert Camus comienza así su novela "El extranjero": 

"Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé."

Cuando Camus nos habla de un extranjero, a lo que se refiere es a una persona ajena, extraña a todo y a todos, fría como el mármol. Con el alma oculta a la empatía y la piedad.  Su extranjero es un extraño siempre, esté donde esté; deambula entre los hombres viéndolos como sombras. Es un psicópata, una persona gravemente enferma de falta de compasión. Y lo describe con sólo diez palabras. Toda la frialdad del mundo se concentra en un instante, en una expresión, en un pensamiento vago. "Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé." Es tal su fuerza que casi podemos adivinar su rostro inerte.

Quien haya mirado a los ojos de un psicópata sabrán de lo que hablo. ¿Recuerdan la interpretación de Javier Bardem en "No es país para viejos"? ¿Recuerdan sus ojos vacíos?

Sacada de microsiervos.com


La literatura verbaliza intuiciones emocionales que guardamos muy adentro, y que surgen veloces ante unas palabras predestinadas a nosotros. Javier Marías nos ofrece un ejemplo en su comienzo de "Mañana en la batalla piensa en mí" 

"Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda".

Es cierto: la muerte siempre nos pilla desprevenidos. Marías continúa: "Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros" ¡Tanta intensidad, tanto mensaje, en tan pocas palabras! ¡Cómo negarse al leer algo más!

Claro que no todo ha de ser intensidad o tragedia. Siempre he considerado la comedia una expresión de arte inteligente y extremadamente difícil. En castellano sobran los ejemplos. Sin ir más lejos, Eduardo Mendoza, un maestro en el uso del lenguaje y con una visión desternillante de la vida, comienza su novela "El laberinto de las aceitunas" con una frase sencilla, en la que brota, inesperado, el humor: 

"– Señores pasajeros, en nombre del comandante Flippo, que, por cierto, se reincorpora hoy al servicio tras su reciente operación de cataratas, les damos la bienvenida a bordo del vuelo 404 con destino Madrid y les deseamos un feliz viaje."

Habrá quien considere esta literatura menor. No es mi caso. Hacer reír es un arte al alcance de unos pocos, y es necesario mucho talento y perspicacia.

Sacado de cosasdepericos
También ayuda el que se disponga de un cerebro abierto al disparate, capaz de empapar la realidad con la patina brillante de lo absurdo. El humorista Manuel Gila comienza su autobiografía "Y entonces nací yo" de esta guisa:

"Yo tenía que nacer en invierno, pero como hacía mucho frío y en mi casa no tenían estufa, me estuve esperando para nacer en verano, con el calorcito. Así que nací por sorpresa. En mi casa, ya ni me esperaban. Mi madre había salido a pedir perejil a una vecina, así que nací solo, y bajé a decírselo a la portera."

Una visión humorística es siempre inteligente y fresca. Y transgresora. El historiador Eslava Galán, al que hemos citado, es un escritor cuyos ensayos, siempre rigurosos, rezuman un humor en ocasiones irreverente. No teme el autor reírse hasta de lo más sagrado.

Permítaseme: en su "Historia de España contada para escépticos", se deja llevar por el entusiasmo cuando habla de la "Dama de Elche", la gran figura escultórica del pasado íbero y una de las obras más conocidas en España; pieza fundamental del museo arqueológico nacional y omnipresente en todos los manuales de historia española. Pues bien, el autor andaluz, en su descripción de nuestro pasado celtíbero, se muestra por un momento enfebrecido ante la imagen pétrea de la bella mujer íbera, y con un desparpajo valiente describe con estas palabras lo que le transmite tan magna y reconocida obra: 

"La dama es sólo un busto, pero nada cuesta imaginar que la infanta era de buena alzada, un punto caballona y corpulenta, algo escurrida de tetas, pero potente de muslos y con el pubis duro como una piedra."

Todavía recuerdo la carcajada que solté en el tren cuando leí esta frase. Entiendo que es políticamente incorrecta, algo chabacana en su lenguaje y definitivamente inexplicable en un ensayo. Pero no lo puedo evitar: siempre que veo el busto de la "Dama de Elche" no me vienen a la mente las muchas discusiones académicas sobre su autenticidad, sobre el cometido de la dama, su vestimenta o su tocado. Lo que acude a mi memoria son las palabras de Eslava Galán, frescas y apasionadas.

Divertidísimas.


Y los finales

¿Han leído "El corazón de las tinieblas", de Joseph Conrad? Es una novela opresiva, desconcertante. La película "Apocalipsis Now" refleja con bastante exactitud la atmósfera agónica que nos acompaña en el fluir del río. Una obra tan sombría merece un final abierto a las oscuras sombras de la maldad humana; y Conrad lo consigue con estas últimas palabras:

"El mar estaba cubierto por una densa faja de nubes negras, y la tranquila corriente que llevaba a los últimos confines de la tierra fluía sombríamente bajo el cielo cubierto… Parecía conducir directamente al corazón de las inmensas tinieblas."

No se me ocurre un final mejor.

Sacado de temakel.com
William Goldgin nos adentra in crescendo en la sordidez humana en su novela "El señor de las moscas". Un grupo de jóvenes ingleses, náufragos en una isla, van cayendo en un salvajismo cruel, en un pozo oscuro de violencia inopinada. El clímax se alcanza cuando, en el último instante, un buque acude en su rescate, y con él regresa la civilización que creían perdida. Se produce el derrumbe, la asunción de lo acaecido. Y el oficial, que adivina por lo que han pasado, decide respetar tanto dolor, dándose la vuelta:

"Y en medio de ellos, con el cuerpo sucio, el pelo enmarañado y la nariz goteando, Ralph lloró por la pérdida de la inocencia, las tinieblas del corazón del hombre y la caída al vacío de aquel verdadero y sabio amigo llamado Piggy.

El oficial, rodeado de tal expresión de dolor, se conmovió algo incómodo. Se dio la vuelta para darles tiempo de recobrarse y esperó, dirigiendo la mirada hacia el espléndido crucero, a lo lejos."

¡Qué manera de acabar, de poner un punto y seguido! Porque se adivina el calvario de esos jóvenes regresados a la civilización, a la convivencia reglada y cívica. Se adivina que el daño es irreparable. Y a nosotros, lectores que nos hemos sentido náufragos también a lo largo de la novela, el autor nos deja un sentimiento desconsolador: todos podríamos perder esta patina de civismo que nos protege. Basta una pandemia, una guerra, el hambre... Sucede en muchos lugares hoy en día; y nosotros "desviamos la mirada" mientras leemos la prensa diaria. Pero no estamos a salvo del horror.



Un horror que Truman Capote describe en "A sangre fría"; la descarnada crónica de un asesinato que convulsionó a la sociedad norteamericana en los años sesenta. Este crimen de una familia acomodada y sus dos hijos adolescentes puso de manifiesto la vulnerabilidad de una clase media que se creía inmune a tal pesadilla. Significó una pérdida de la inocencia que Capote describe en la última frase de la novela. Una jovencita mantiene una charla con el protagonista, y se aleja correteando, inconsciente de que su mundo ha cambiado. Que ya nadie está seguro. Ella no lo sabe, pero el protagonista sí. Y nosotros también. Hay una sensación extraña, de melancolía, en la imagen de la niña perdiéndose entre los árboles:

"Se fue hacia los árboles, de vuelta a casa, dejando tras de sí el ancho cielo, el susurro de las voces del viento en el trigo encorvado".

Ni el viento, ni el ancho cielo o los árboles, ni el trigo; símbolos todos de una Norteamérica pacífica y ordenada, saben que, a partir de ahora, será difícil que una niña pueda volver sola a casa.

La pérdida es una constante en los finales de las novelas. Delibes nos muestra un final terrible en "El camino". La pérdida de algo más que la infancia:

"Y se retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería que la Uca-uca le viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al fin."

No hace falta decir mucho más. Y no se puede decir mejor. Ni terminar de mejor manera: "Y lloró, al fin". Delibes cierra la novela dejándonos el alma dolorida. Hace bien: es su trabajo. Un escritor debe hacer daño.

James Joyce finaliza "Dublineses" con una escena que nadie que la haya leído puede olvidar. El protagonista ha estado asomado al cristal de una ventana de Dublín, por la noche. Su esposa duerme. La nieve comienza a caer. Ha reflexionado sobre el pasado, sobre los recuerdos, sobre la brevedad de la vida, la memoria de los muertos y el olvido de los vivos; algunos muertos en vida o desconocidos, como su propia esposa, a la que no conoce en realidad. Vuelve a la cama, desconsolado. En el frío exterior, en un cementerio de la ciudad, se blanquea la tumba de un joven que amó a su mujer, y que fue amado por ella. La nieve cae inmisericorde sobre los que han muerto y los que van a morir. Es la única constante de la que podemos estar seguros: a todos nos espera ser cubiertos por la nieve. Se queda dormido pensando en ello:

"Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos."

El gallego Manuel Rivas remata esta breve colección de principios y finales con - no podría ser de otra manera - un final soberbio. En su relato "La lengua de las mariposas" nos sitúa en la España enfrascada en una guerra civil terrible. En un pequeño pueblo, el maestro, de tendencias izquierdistas, representa la imagen de un humanista preocupado por compartir con sus pequeños alumnos el milagro del saber. Así, los conduce en excursiones campestres en las que les ofrece una visión alternativa de la naturaleza, de la fisiología humana y animal. De la diversidad de la vida.

sacado de tulepi.es
Finalmente, el bando vencedor llena un camión de presos hacia su final. Las gentes del pueblo, algunas asustadas, los abuchea. La madre del niño, aterrada por la suerte que pueda correr su marido, obliga al niño a que grite e insulte a los presos. Uno de ellos es su admirado maestro, quien le ha enseñado maravillas inexplicables. La madre insiste. Debe insultar. Debe quedar claro que odian todo lo que el maestro representa.

El niño se deja llevar por la descarga emocional. Obedece. Pero sus últimas tres palabras... son fabulosas. Puede que fusilen al maestro, pero lo que sale de la boca del niño nos ofrece un atisbo de esperanza. Porque la siembra ha dado fruto. En la mano el alumno lleva una piedra, cierto. Pero no puede evitar decir lo que dice. Como no puede evitar las lágrimas.

Sacado de fox.es
Lean este final del cuento.

A esto se le llama literatura.


Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"



Antonio Carrillo

5 comentarios:

  1. Entretenido, interesante

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  2. Amelia Pérez de Villar8 de marzo de 2012, 11:40

    Antonio, egregio post. Un tema tan manido como el de los comienzos y los finales de las novelas, lo has trabajado muchísimo y desde luego los ejemplos que has escogido son una labor de investigación y equilibrio magnífica. Permíteme que te sugiera mis favoritos, no los copio aquí porque sería largo y prolijo. Comienzos: para mí se lleva la palma el de Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa, por contundente; el más emotivo es el que Nabokov dio a Lolita: insuperable, tierno, perfecto de forma aún cuando sale de las mismas entrañas. Finales: Retorno a Brideshead y La strada che va in città de Natalia Ginzburg, dos de mis novelas favoritas de todos los tiempos y, seguramente, las dos novelas que me hubiera gustado traducir. Un abrazo y enhorabuena por esta magnífica selección.

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  4. Hola Antonio. Muy bueno el artículo. Gracias.
    A mí también me gustaría anotar tres finales que no he olvidado.
    El final de La Calle de Valverde de Max Aub, es un final muy tierno pero en absoluto ñoño. Es un final feliz, redondo y perfecto a una obra magnífica (y a mi parecer muy poco reconocida)
    El final de Bajo las Ruedas de Hermann Hesse es un demoledor y enigmático final a la tragedia.
    Con el final de Narciso y Goldomundo, de Hesse también, se me saltaron las lágrimas de emoción y no me suele ocurrir eso normalmente. Es una novela llena de vida.

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  5. Coincido con Raquel Rodríguez. Bajo las Ruedas de Hermann Hesse es enorme y su principio y final no lo son menos.

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