martes, 19 de febrero de 2013

El idioma del arcoíris


 

Dedicado a Gala, mi perra. Es curioso; hace 22 años que murió, y sigo echándola de menos.

 
Habrán oído decir, por boca de hombres sabios, que todo arcoíris responde a un fenómeno óptico de la naturaleza.

Es rotundamente falso.



Hace cientos de miles de años el género homo dominó el fuego, y con ello se hizo el amo del mundo. Posiblemente fue un homo erectus el autor de tal hazaña, que cambió no sólo al homo, sino al planeta en su conjunto.

Ningún otro avance tecnológico ha tenido tanta trascendencia.

El humano es un animal poco dotado para el ataque o la defensa, no muy veloz y sin garras ni caninos prominentes. Además, nuestras crías son unos seres indefensos durante demasiados años; dependen de los adultos para sobrevivir.

Y, sin embargo, no ha habido ni habrá depredador más poderoso sobre la Tierra. Ello se debe al desarrollo de un sistema nervioso central de una complejidad fascinante, que ha sido capaz de elevarnos hasta hollar la misma Luna, o a desarrollar un lenguaje metafórico.

La Masa Metabólica Basal es un índice que refleja la cantidad de oxígeno que cualquier organismo consume estando en reposo. Pues bien: el cerebro, que representa sólo el 2% de nuestro peso, consume el 20% de la energía que aportamos. Es la mejor prueba de su importancia. Pero que un órgano acapare tanta energía supone un serio problema, ya que la cantidad total disponible se mantiene estable. Y no podemos reducir la energía que se destina a órganos tan fundamentales para la vida como el corazón, pulmones o hígado.

Es en la alimentación en donde está la clave. Los primeros protohumanos eran, fundamentalmente, herbívoros; vivían en entornos boscosos abundantes en frutos, hierbas o raíces. Por tanto, en un hábitat rico en nutrientes pudieron perder la capacidad metabólica de sintetizar ciertas vitaminas, o de digerir la celulosa. Esta particularidad se volvió en nuestra contra cuando el cambio climático (verdadero motor de la evolución) acabó con las selvas, y nos situó en el duro entorno de la sabana africana.

El organismo humano, que no metaboliza la vitamina C (como bien sabían los marineros aquejados de escorbuto), fue sin embargo capaz de metabolizar el almidón, una fuente muy rápida de energía para un cerebro en constante crecimiento.

Los homínidos, empujados por la necesidad, nos convertimos en omnívoros: fuimos eficaces carroñeros. Y descubrimos que las proteínas de origen animal aportan mucha más energía. De hecho, el cambio de dieta explica que pudiéramos desviar gran parte de la energía al cerebro: un herbívoro necesitan de un aparato digestivo extenso, que les permita asimilar la celulosa, lo que implica digestiones largas y pesadas, con un gran gasto de energía en el proceso. Una vaca, por ejemplo, tiene un único estómago (no cuatro como habrán leído en ocasiones), pero sí es cierto que su estomago está dividido en cuatro cámaras, cada una con una función. Sus digestiones son largas, en un proceso de fermentación bastante complejo.

 El consumo de carne, sin embargo, implica digestiones más rápidas y eficaces.
 
Nace el hombre cazador.

Fijémonos en un homo habilis de hace 1,5 millones de años. Su dentadura lo define como carnívoro: molares pequeños y caninos más grandes. Tiene un cerebro de 650 cc, casi el doble que un chimpancé. La necesidad de carne explica su encefalización: si quiero obtener proteínas animales necesito cazar, y para cazar necesito utilizar herramientas y estrategias que denotan inteligencia, para lo que necesito un cerebro más grande. Y un cerebro mayor implica un mayor consumo de proteínas animales.

Seguimos a unos habilis sin que nos vean. Su rostro es menos simiesco; la frente, más humana, con menos protuberancias. Sus lóbulos frontales, responsables de la planificación, se han desarrollado enormemente. Las áreas de Broca y Wernicke son mayores. Este dato, junto con la posición de la laringe, da pistas sobre un habla acaso rudimentaria.

Están rebuscando tras un incendio provocado por un rayo. Han descubierto que la carne asada de los animales atrapados por el fuego tiene mejor sabor y se digiere más fácilmente. Se rasga y mastica con rapidez, aunque falten dientes.

Es cuestión de poco tiempo que un miembro de la tribu decida asar toda la carne. También la fibra de la verdura se digiere mejor si se cuece. La tribu adquiere el rito de mantener los rescoldos de los fuegos accidentales antes de que se extingan. Alimentan la llama del campamento con madera, al resguardo de la intemperie. No hay tarea más importante para el grupo.

El hombre digiere carne asada, y el aporte de energía se dispara. No es de extrañar que observemos cambios en la estructura neuronal. El fuego lo ha cambiado todo. Piénselo: aleja a los depredadores por la noche, y aporta luz cuando llega la oscuridad. Gracias a su calor, el hombre alcanza latitudes mucho más frías. Conquistamos Asia y Europa.

Con el fuego ahumamos la carne y la conservamos. También endurecemos con su llama la punta de nuestras lanzas de madera. El fuego nos permite acorralar a presas, y la cocción del alimento es un paso previo a experimentar con condimentos. Nace la gastronomía. No sólo nos alimentamos; disfrutamos comiendo.

Pero la luz es más escasa; y la tribu se apresta a pasar la noche. Hombres, mujeres y niños acuden al confortable calor de la hoguera. Sus 30 miembros forman un círculo. En su lenguaje  torpe hablan de lo que ha sucedido durante el día. Hoy se ha visto de nuevo un maravilloso arco de colores en el cielo; los más jóvenes preguntan por ello.

La mujer más anciana señala a lo alto. Hay miles de hogueras encendidas en el firmamento, miles de tribus que, como ellos, intentar encontrar un sentido a la vida y sus milagros. Ellos tienen respuestas para todo. Su narración, su voz calmada, adquiere la forma del mito, y la metáfora se apodera de la atmósfera de la noche. El humano contador de historias habla el idioma del arcoíris, la lengua de los dioses.

Muchos miles de años más tarde nuestra especie, ya sapiens, no estará sola. Unos cuantos lobos son capaces de metabolizar el almidón, como antes el humano. El perro aportará entonces su olfato, fidelidad y entrega. Serán animales domésticos, y algo más. Serán parte de la tribu. El vínculo hombre/perro adquirirá la categoría de lo eterno.
 

En lo sucesivo, cuando un hombre observe el majestuoso arco de colores que enmarca el fresco cielo de la llovizna, seguro habrá un perro tumbado a su lado.

Habrán oído decir, por boca de hombres sabios, que todo arcoíris responde a un fenómeno óptico de la naturaleza.

Es rotundamente falso.

Son los senderos que trazan los perros cuando corren, por fin, al reencuentro con sus amos.
Antonio Carrillo

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