miércoles, 13 de marzo de 2013

La fascinación de la palabra escrita, por Antonio Téllez


 
Antes de cualquier comentario, un goce, unos instantes de puro placer:

“Hizo la observación por primera vez un anochecer de agosto de 1884, en el balcón del cuarto de los niños, bajo un cielo crepuscular cuyos últimos fulgores ondulaban sobre el gran estanque como una serpiente de fuego estimulando a las últimas golondrinas y haciendo llamear el rojo de los bucles de Lucette. El tablero de cuero estaba abierto sobre una mesa de madera de pino constelada de manchas de tinta, muescas y monogramas. La linda Blanche, también tocada por los rosas del crepúsculo en el lóbulo de una oreja y en la uña de un pulgar, y toda impregnada de un perfume que las doncellas de la casa llamaban Almizcle Petigrís, acababa de traer la lámpara que se encendería más tarde. Habían echado suertes: Ada, que debía comenzar la partida, se sirvió siete veces, con un gesto automático y distraído, de la caja abierta, donde los pequeños bloques de letras, colocados cada uno en su alvéolo de terciopelo color de miel, mostraban únicamente su anónimo dorso negro.”

 

Si tras leer estos maravillosos párrafos de “Ada o el ardor”, de Vladimir Nabokov, no han sentido algo similar a una alegría sutil, que ha podido incluso insinuar un apenas perceptible movimiento de la comisura de sus labios; si sus pupilas no se han dilatado con la contemplación mental de ese “crepúsculo en el lóbulo de una oreja….”, no continúen leyendo, pues las siguientes reflexiones les resultarán ininteligibles.

El ser humano siempre ha sentido una especial fascinación por escuchar historias. Desde los tiempos en los que, alrededor de una hoguera, se asistía sobrecogido a las descripciones de viejos mitos, que pasaban a formar parte de la identidad profunda de los pueblos, hasta las crónicas más elaboradas, de una crudeza descriptiva que nos enfrentaba con la realidad más amarga, desprovista de toda compasión.

La fascinación por la palabra, incluso cuando ésta se utiliza como un proyectil, adquiere una dimensión extraordinaria cuando, por mor de un acto de voluntad deliberado, la envolvemos en magia, en esa belleza unánime que no entiende de razas ni de culturas específicas.

Y la palabra escrita nos permite algo que convierte su efecto en una experiencia íntima, dolorosa, voluptuosa, trascendente. Nos permite volver sobre ella tantas veces como deseemos. Seleccionando el momento, enfrentándonos a él. Anhelándolo. Temiéndolo.

Día nueve de enero de dos mil trece. Como cada mañana en día hábil subo al cercanías. Llevo un libro en la mano pero enseguida me olvido de él pues mi incurable curiosidad hace que, al sentarme en uno de los asientos de pared del vagón, me fijé en una mujer de entre treinta y cinco y cuarenta años, sentada frente a mí. Su asiento lleva el sentido de la marcha por lo que en realidad la contemplo de perfil. Va leyendo un libro. Es un ejemplar voluminoso, con la cubierta de terciopelo verde surcada de extraños ribetes ocre. Las hojas son finas y el cuerpo de letra muy pequeño. A pesar de la distancia soy capaz de leer un título resaltado: Salmos, por lo que intuyo que se trata de una biblia.

Voy captando detalles que me permiten dotar de características singulares al personaje que mi cerebro ha ido construyendo. Utiliza gafas sencillas y si lleva maquillaje es tan sutil que pasa desapercibido. Su ropa es discreta, nada llamativa. Y no debe estar casada. Tampoco con Dios. Podría perfectamente equivocarme pero no lleva alianza y, dada su lectura y el hecho de que frente a ella, sobre uno de los asientos libres, ha apoyado una mochila de las que se repartieron en la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Madrid en agosto de 2011, me hace creer que debo estar en lo cierto.

Ante mí comienza entonces a ejecutarse un curioso espectáculo, cuya contemplación me seduce de inmediato. La mujer cierra la biblia y se dispone a guardarla, pero lo piensa mejor y detiene su movimiento. Busca la página señalada y accede a ella con suma cautela, como si de su gesto pudiera derivarse algún efecto inesperado. Observo que siente un estremecimiento. Sea lo que sea lo que está experimentando es de tal intensidad que la obliga a cerrar la página. Se persigna.

Se quita las gafas y las deposita con cuidado en el asiento de al lado y, acto seguido, se cubre el rostro con las manos.

Es entonces cuando reparo, a través de la imagen reflejada en el ventanal del vagón, convertido en un espejo por efecto del oscuro túnel que atravesamos, en un viajero sentado muy próximo a mí, en la misma fila de asientos, que también observa los movimientos de la mujer.

Al contrario de lo que me sucede, que no puedo dejar de mirar, él lo hace con una cierta timidez, ligeramente de soslayo. Parece desconcertado.

La operación se repite una vez más, como si algo contenido en aquellas páginas tuviese un poder de atracción que hiciera imposible su distanciamiento. Un destello de placer cuya prolongación acabara transformándolo en una desazón insoportable.

Entonces, ante nuestro asombro, y tras haber introducido por fin el libro en su bolso, la mujer dirige la mirada hacia lo alto, hacia más allá del techo del vagón. Este gesto lo mantiene durante unos segundos, ajena por completo a nuestra presencia.

La entrada del tren en la estación de Nuevos Ministerios parece devolverla a la realidad, y con movimientos ágiles y decididos recoge sus cosas y se incorpora para poder apearse. Mi compañero de fila, algo confundido, decide dirigir su vista hacia el suelo. Yo espero con curiosidad que, en su movimiento, su mirada se cruce con la mía. Supongo que busco algo en ella que haga perdurar un poco más el misterio, los rescoldos, aún ardientes, de la ceremonia de la que he sido testigo. Pero la mujer no me mira, y se apea del vagón sumergida en el grupo de dóciles madrugadores.

Allí nos quedamos mi compañero de trayecto y yo, ligeramente aturdidos por la experiencia. Sospecho que él desde la distancia que genera la incomprensión y una cierta suspicacia. Por mi parte, obviado el sentimiento religioso del que mi cerebro no participa, y que enseguida desligué de lo verdaderamente importante, sentí un extraño vacío y una molesta envidia.

Pasé el resto del día deseando regresar a casa para zambullirme en los rosas de aquel crepúsculo y para dejarme seducir por la intensidad del Almizcle Petigrís.   

Antonio Téllez

No hay comentarios:

Publicar un comentario