miércoles, 15 de marzo de 2017

La buena educación



¿Para qué sirve la buena educación?

El ser humano es un animal que, en esencia, se relaciona con sus iguales. Nuestra fisiología manifiesta un esfuerzo evolutivo por fomentar una intensa, vital interrelación entre todos. Somos de los pocos animales que copulan simplemente por placer, sin que haya un aporte bioquímico por el despertar del celo; pero, además, la disposición de nuestros órganos sexuales nos permite practicar el sexo mirándonos a los ojos. Los humanos y los bonobos (chimpancés pequeños, matriarcales y pacíficos) nos parecemos en esta práctica lúdica y afectiva, inusual en el mundo animal.

Y el ojo humano… ¿sabían que es diferente al del resto de los animales? Su peculiaridad reside en el tamaño de la esclerótica, el “blanco de los ojos”. Es muy grande en relación con el tamaño del iris. Este hecho provoca que seamos capaces de enviarnos señales con el simple movimiento de los ojos, pero también supone una mayor capacidad de expresión emocional. Los ojos de los humanos son ventanas a los sentimientos. Por ejemplo, podemos desconocer el idioma de quien tenemos delante, pero leeremos instintivamente en su mirada la tristeza, la sorpresa, la ira o la alegría.

La urbanidad es el arte de la conducta mesurada, ordenada y conveniente. Las convenciones éticas encuentran su mejor acomodo en unas normas de comportamiento consensuadas, que evitan el conflicto y procuran una armonía necesaria, imprescindible en sociedad.

Con la buena educación nos respetamos los unos a los otros y hacemos que nuestro comportamiento sea previsible, prudente. Relajado.

Pero hay más. Los humanos somos los seres más complejos que hayan existido jamás, y tenemos en las buenas maneras una herramienta que nos permite ejercer el fascinante arte de la seducción. La buena educación es la expresión de la elegancia cotidiana y, precisamente por constante, por repetida, la buena educación debe nacer de la naturalidad, no de la impostura.

Es por ello que la buena educación tiene como principal aliada la sencillez. La afectada exageración de la cortesía ensucia nuestra imagen, convirtiéndonos en falsarios y pomposos espantajos recubiertos de un estridente oropel. El comedimiento es el pilar de toda urbanidad, porque la discreción es un lujo que pocos se pueden permitir. El dominio del idioma, por ejemplo, nos permite transpirar elegancia sin necesidad de artificios ni prosopopeyas. El pedante siempre habla de más y no ejercita el fascinante arte de la escucha.


Es de control de lo que hablo. De la belleza que emana de lo armonioso. La palabra “cosmética” tiene la misma raíz que “Cosmos”; en ambos casos se trata de orden. El equilibrio es una fuerza que moldea los ánimos y genera una fuerza atractiva invisible pero poderosa. Ello se manifiesta en un hablar calmo, en emplear las palabras y los gestos adecuados. El dominio de nuestra presencia, de nuestro aspecto, gestos y expresión, nos hace atractivos. Interesantes.

Y no sólo para los demás; la mesura nos permite reconocernos con agrado. Todo amor comienza por el amor propio, y para estar conformes con nosotros mismos necesitamos de concordia en los adentros del yo, a menudo tumultuoso. La paz interior germinada se convierte en empatía.

La buena educación nos hace más iguales delimitando nuestras diferencias. El transcurso del tiempo modula y matiza el lugar que ocupamos en el estrato social, de tal manera que el alumno se transforma en maestro, el hijo en padre, el niño en adulto. Cada etapa está sujeta a unos derechos y obligaciones, pero es importante recordar que las estructuras sociales no se rigen por comportamientos libertarios ni democráticos; la vida en sociedad se rige por principios como el respeto y la obediencia. El alumno aprende y obedece al maestro, no al revés. Los hijos se adaptan a las normas que sus padres imponen en casa, aunque no les agraden. El joven trata de usted al mayor, el aprendiz calla cuando habla al maestro. Es el orden natural de las cosas.

Este ejercicio de autoridad resulta ineludible, y sólo las ideologías más utópicas han luchado – con funestos resultados – contra esta exigencia de respeto. Pero la paciencia da dulces frutos, y quien aprende a respetar será respetado, quien obedece será obedecido. Tan sólo se necesita experiencia y tiempo.

Lo anterior no merma la dignidad de toda persona, sea cual sea su edad, status o condición. Pero la buena educación nos obliga a reconocer el mérito, la edad o la experiencia. El uso del “usted”, tan en desuso, enriquece nuestra vida porque nos muestra la sutileza del matiz.

Por último, la buena educación, exclusivamente humana, no puede escapar de las convenciones sociales. Por consiguiente, lo que una cultura considera correcto otra lo considerará de mal gusto.

Pondré un ejemplo fantástico: si estoy en España (o Latinoamérica) y me acerco a unos comensales deseándoles “buen provecho” o “que aproveche” estoy siendo maleducado ¿Saben la razón?

“Aprovechar”, es un verbo polisémico, con una acepción poco conocida: la del eructo de un niño pequeño. Si digo “que aproveche”, sin saberlo, estoy deseando un buen regüeldo. Es una expresión que proviene de nuestro pasado árabe, cuando el eructo en la mesa expresaba satisfacción por una opípara comida. Al fin y al cabo, tenemos en nuestra cultura reminiscencias de casi nueve siglos de convivencia con los musulmanes.

Por consiguiente, la buena educación es un ejercicio de respeto, de empatía, de orden, comedimiento y control. La cortesía nos hace la vida más amable, más rica por variada, más refinada. Y no nos vendría mal cuidar los modales en vez de practicar un faso igualitarismo zafio y ramplón. Reivindico, sí, el uso del usted. La mesura.

La tersura del galanteo.


En definitiva, frente a una realidad gris e inmisericordemente mediocre, propugno que practiquemos el juego del civismo.

¿No están de acuerdo?

Antonio Carrillo

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